Fue abrirse la veda, o mejor dicho, entrar en periodo de desconfinamiento, y a la gente le dio por explorar su entorno más próximo. Las fases fueron dando paso a los privilegios con los que cada comunidad jugaba. Madrid, al haber sido uno de los mayores focos de toda España, le tocó salir de las últimas. Así que en esas primeras semanas, solo se podía viajar por la propia comunidad.
Con esa premisa en mente, nos decidimos a salir al campo. El cuerpo nos pedía naturaleza. Abrir pulmones a cal y canto. Pulmones que tras tres meses de encierro necesitaban nuevos aires. Ojos que buscaban colores más allá del rojo ladrillo o negro asfalto. Nariz que necesitaba embriagarse con los aromas del campo. Manos que buscaban rozarse con el césped, las flores, o incluso abrazar un árbol.
3 meses que cada cual llevó como pudo. Pero ahí estábamos, dispuestas a descubrir algo a tan cercano que, hasta ahora, ni conocíamos que existía.
Para mí, lo más bonito de ese momento de desconfinamiento fue (volver) a darme cuenta de que hay cosas increíbles más cerca de lo que pensamos. Y que, a veces, aparcamos el descubrimiento de lo cercano con la excusa del «ya lo veré más adelante, lo tengo ahí al lado» por el exotismo de lo lejano. Y es bonito darse cuenta de eso y disfrutarlo con otra mirada.
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